Cuando nuestra querida amiga
Marie nos invitó a asistir a la fiesta de su cincuenta cumpleaños nuestra
primera intención fue rechazar la invitación, a pesar del detalle y la
declaración de amistad que suponía. Hacer mil kilómetros de ida y otros tantos
de vuelta hasta aquellas maravillosas tierras del sur de Francia se nos hacía
cuesta arriba. Sin embargo, cuando dejamos de considerarlo como un cumpleaños,
por muy especial que fuera, y comenzamos a verlo como un viaje a la Francia
profunda, fuera de los circuitos turísticos habituales, empezamos a mudar de
opinión. Y, al final, resultó ser mucho más que un viaje turístico, al final
resultó ser una inmersión en la cultura agraria francesa.
Hay que señalar, en primer lugar,
que las gentes del sur de Francia distan mucho de la imagen que tenemos del
francés medio, que está distorsionada por el arquetipo del parisino. Yo he
conocido a varios parisinos, sin duda correctos y educados, algunos
relativamente próximos, pero siempre tenía el pálpito de ser tratado con
condescendencia, desde la superioridad, siempre tenía la sensación de tener que
rellenar una instancia por triplicado para hablar con ellos. Tampoco ayuda la percepción
que tiene uno al hablar con ellos de proceder de un país exótico, de bandoleros
patilludos, toreros valientes y gitanas fatales. Uno tiene la impresión de que
esa imagen perdura en el imaginario francés desde los tiempos de Próspero
Merimée (1) a pesar
de la proximidad, los intercambios de todo tipo y el roce de los siglos.
En cambio, con las gentes del
sur, no he tenido ningún sentimiento encontrado, ningún resquemor de esos que
no sabes si son imaginaciones tuyas o percepciones de algo real. Me parecieron
muy semejantes a nosotros que, al fin y al cabo, somos gentes de más al sur
todavía. Me sentí como en casa.
Nosotros, es decir mi familia y
yo, éramos únicos entre todos los asistentes a aquella fiesta. Únicos por ser
los únicos españoles y únicos por ser los únicos amigos. El resto eran
parientes, hermanos, padres, hijos, abuelos, nietos, tíos y sobrinos, todos
originarios de aquel pueblo maravilloso en las montañas del Aveyron (2), pero procedentes de
todos los rincones de Francia y algunos, como los resistentes galos de Astérix,
de aldeas próximas dedicados a la agricultura y a la ganadería, que no habían
sucumbido al encanto de la ciudad.
Pasamos la tarde de un viernes y
todo el sábado siguiente con ellos. Cenamos, comimos y volvimos a cenar.
Bebimos pastis (3),
tomamos paté casero, quesos de roquefort de diversas clases, el pato preparado
de diferentes formas, vino español que sorprendió al personal por lo bueno que
era, melón de la Galia, champán del de verdad.
Y como acto sagrado de una
religión que no acabé de entender, jugamos una liga de petanca (4). Para mí, la petanca
es poco más que un juego de playa que se juega con bolas de colores rellenas de
agua para que pesen o un deporte de jubilados en el parque. En cambio, en cada
villorrio, pueblecito, pueblo o ciudad de esa parte de Francia, en la plaza de al
lado de la iglesia hay un “petancódromo”
- o como quiera que se llame - en el que juegan desde niños a ancianos.
Al principio intenté escaquearme,
pues viendo la profesionalidad de mis posibles oponentes y que a mi no me gusta
perder a nada y menos con los franceses, no tenía ni la ilusión ni la motivación
por jugar. Pero fue imposible, bien que rebuscaron para apuntar a “les espagnols”.
“Avez-vous
déjà joué à la pétanque? (5)-
me preguntaban - ”Oui,
quelquefois en été sur la plage”(6) – contestaba yo y me miraban con extrañeza.
El caso es
que jugamos y jugamos, nos tiramos toda la tarde jugando, una liga para los
ganadores de las primeras eliminatorias y una liga de consolación para los
perdedores. Las últimas partidas ya en plena noche cerrada.
Y me lo
pasé muy bien. Acabé vacilando con los compañeros, comentando las jugadas, fanfarroneando
con el primo Thibaut sobre quién
ganaría a quién; el tío Albert me
decía a la izquierda y yo tiraba a la izquierda, me señalaba con la mano al
sitio adónde debía ir mi bola y allí tiraba; el primo Raphaël me daba teóricas entre tiro y tiro sobre la adecuada
posición de la mano al dejar caer la bola. Jugaban todos, mujeres,
hombres, niños, ancianos y ancianas. Todos formaban parte de la liturgia.
Y este auto sacramental de
comidas, fiesta y petanca lo celebran todos los años. Acuden más o menos los
mismos a excepción de los espontáneos españoles de este año o los que no pueden
acudir por causa mayor. Lo único que cambia es la excusa para la celebración.
Este año era el quincuagésimo aniversario de
Marie y de una prima suya, el año que viene será la jubilación de otro
primo. Lo que se celebra es una excusa para que un grupo de personas con lazos
de parentesco se junte casi en su totalidad, refuerce esos lazos y rememore sus
orígenes. Ese grupo de personas es la familia
extensa de Marie.
Pero vamos por partes. En la
práctica totalidad de las sociedades se puede identificar lo que los sociólogos
y antropólogos denominan familia nuclear
que consiste en dos adultos que viven juntos en un hogar con los hijos propios
o adoptados. En la mayoría de las sociedades agrarias tradicionales la familia
nuclear – no como pasa en las sociedades modernas industriales en que son
protagonistas absolutas del tejido social - estaba sumergida o difuminada en
una red de parentesco más amplia. Además de la pareja casada y sus hijos
convivían - o al menos tenían un contacto íntimo y continuo - con otros parientes. Esta es la familia
extensa, que incluye a los abuelos, a los hermanos y las esposas, las hermanas
y los esposos, tíos y sobrinos.
Estas familias extensas, antes de
la revolución industrial, tenían un interés económico, eran unidades de
producción, todos trabajaban el campo compartiendo recursos, como propietarios,
como arrendatarios o, simplemente, como jornaleros; y trabajaban desde niños
hasta ancianos. A veces incluso la aldea entera estaba formada por familias
extensas que formaban un clan (7). Por lo que los lazos de parentesco eran muy importantes y
no se deshacían a no ser por los fallecimientos que por otra parte eran muy
comunes, sobre todo eran muy altas la mortalidad infantil y la de las mujeres.
Uno de los fenómenos más
importantes que surgieron de la revolución industrial fue la emigración del
campo a la ciudad. La ciudad con sus reclamos de mayor prosperidad absorbieron
los excedentes de mano de obra del campo producidos por la mejora de las
técnicas agrícolas. La emigración a las ciudades respetó la estructura de la
familia nuclear – más pequeña, flexible y adaptada a la nueva situación - pero
no a la familia extensa que se desperdigó por los distintos focos industriales.
Por ejemplo, la familia extensa de mi madre se repartió por la geografía
española, sobre todo en Madrid, y sólo una minoría – más ligada a labores
artesanales que agrarias – permaneció en el pueblo.
La familia extensa sigue
existiendo, los lazos de parentesco se siguen manteniendo por que no es fácil
sacarlos de nuestra cultura que durante muchos siglos fue agraria, pero está
diseminada. Por eso se organizan este tipo de festejos. Son vueltas al pasado,
al refuerzo de los lazos, a saber como le va a gentes con las que te une
relación atávica, son gratificantes porque nos devuelven a los aspectos más
agradables de la vida sencilla del pasado.
Intuyo que el poder de
convocatoria de este tipo de festejos está en función, entre otras
características, del tiempo que hace que los parientes emigraron a la ciudad y
se diseminaron por el mundo. Supongo que también depende de la distancia. Es
más difícil los reencuentros con los que emigraron a América.
Yo también tengo primos, no
mantengo mucha relación con ellos, últimamente – me da un poco de vergüenza
reconocerlo - sólo los veo en los entierros. Desde luego no los veo en fiestas
en el pueblo de donde provenimos. Desde los tiempos de mi niñez no recuerdo
grandes convocatorias familiares, eran los tiempos de las bodas de los primos
de mis padres o de los bautizos y las comuniones de mis primos. Sospecho que
algo tiene que ver con que mi familia empezó a emigrar del campo a la ciudad
hace cuatro generaciones, más o menos cien años atrás y aunque partes de la
familia son de emigración más reciente, yo no tengo – y mucho menos mis hijos –
vínculos fuertes con el lugar de origen de mis ancestros.
En cambio la familia extensa de
mi mujer es de emigración más reciente. Sólo que la emigración ha sido
completa, no queda nadie en el pueblo, todos se han ido a la ciudad. Ciudades de
distinto tamaño, más o menos lejos, pero nadie vive en el lugar de origen común.
Eso sí, todos los años nos reunimos para una comilona, muchos menos que en la
fiesta de nuestros amigos franceses. Sin pastis pero con vino de Toro, sin pato
pero con cordero o cochinillo, sin melón de la Galia pero con sandía murciana,
sin champán pero con cava, sin el entorno insultantemente verde del Midi-Pyrénées
(8) sino con fuerte
y orgulloso paisaje ocre de Castilla.
Y por último, en este continuo de
familias extensas que estamos analizando, estaría el caso más integrador de
nuestros amigos franceses. Ignoro desde cuando se han ido produciendo las
distintas emigraciones en esa familia pero si pude apreciar que un grupo
importante de ellos ha permanecido en la zona atendiendo a sus granjas. Esto
tiene que ver con que en Francia la agricultura es muy importante, los
campesinos franceses nunca perdieron su orgullo, no parecen afectados por ese pesimismo
pesado – esa resignación de los pueblos que han sido castigados cada vez que
miraban con desafío - que percibo en el
agro español, y me da a la nariz que su
Administración ha defendido más sus intereses y si no ahí está la lucha de los
sucesivos gobiernos franceses en la Política Agraria Común en Bruselas.
Además, otra característica que
refuerza al agro francés es que se intuye un recambio generacional. Los pueblos
de la zona no están vacíos de jóvenes, curiosamente a simple vista se puede
apreciar, junto con las personas de edad típicos granjeros, personas más
jóvenes, algunos de ellos con alegres y multicolores vestimentas, al estilo hippie, empeñadas en la conservación del
entorno, en la agricultura biológica y en el turismo rural. Y estas personas
tienen a su vez hijos pequeños que requieren de servicios típicos de la
infancia. No parece que el campo francés, al menos en esta región del sur, esté
despoblándose.
Lo cierto es que la combinación
de emigración reciente y de agricultura viva, hace que los lazos familiares
sean más fuertes, que tengan el poder de convocatoria para reunir a alrededor
de setenta personas todos los años, fiestas organizadas con excusas que no son
la razón última de la reunión y de contagiar a una familia nuclear española al
menos una vez. Para comer, beber y jugar a la petanca.
Juan Carlos Barajas Martínez
Sociólogo
A Marie y su familia, un pedacito
de Francia en nuestro corazón.
Notas:
(1) Próspero Merimée
fue un escritor francés autor de “Carmen”
(2) Aveyron es un departamento francés
de la región de Midi-Pyrénées
(3) Pastis es una bebida alcohólica francesa
de anís que se mezcla con agua muy parecido a lo que en España se ha llamado
siempre una “palomita”
(4) La petanca es
un juego en el que la meta es lanzar bolas metálicas tan cerca como sea posible
de una pequeña bola de madera, llamada boliche, lanzada anteriormente por un
jugador, con ambos pies en el suelo.
(5) ¿Ha
jugado alguna vez a la petanca?
(6) Si
alguna vez en verano en la playa
(7) Según
el diccionario de la Real Academia un clan es un grupo predominantemente
familiar unido por fuertes vínculos y con tendencia exclusivista. Para la
antropología social es un grupo de gente unida por lazos de parentesco y
ascendencia, vinculado por la percepción de ser descendientes de un ancestro
común.
(8) Midi-Pyrénées es
una región del sur de Francia
Bibliografía:
Antropología
Una exploración
de la diversidad humana
Conrad Philip Kottak
Mc Graw-Hill
Madrid 1999
Sociología
John J. Mancionis y Ken Plummer
Prentice-Hall
Madrid 2005
Sociología
Anthony Giddens
Alianza Editorial
Alianza Universidad Textos
Madrid 2000
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