viernes, 12 de septiembre de 2014

El Juego de la Petanca





Cuando nuestra querida amiga Marie nos invitó a asistir a la fiesta de su cincuenta cumpleaños nuestra primera intención fue rechazar la invitación, a pesar del detalle y la declaración de amistad que suponía. Hacer mil kilómetros de ida y otros tantos de vuelta hasta aquellas maravillosas tierras del sur de Francia se nos hacía cuesta arriba. Sin embargo, cuando dejamos de considerarlo como un cumpleaños, por muy especial que fuera, y comenzamos a verlo como un viaje a la Francia profunda, fuera de los circuitos turísticos habituales, empezamos a mudar de opinión. Y, al final, resultó ser mucho más que un viaje turístico, al final resultó ser una inmersión en la cultura agraria francesa.

Hay que señalar, en primer lugar, que las gentes del sur de Francia distan mucho de la imagen que tenemos del francés medio, que está distorsionada por el arquetipo del parisino. Yo he conocido a varios parisinos, sin duda correctos y educados, algunos relativamente próximos, pero siempre tenía el pálpito de ser tratado con condescendencia, desde la superioridad, siempre tenía la sensación de tener que rellenar una instancia por triplicado para hablar con ellos. Tampoco ayuda la percepción que tiene uno al hablar con ellos de proceder de un país exótico, de bandoleros patilludos, toreros valientes y gitanas fatales. Uno tiene la impresión de que esa imagen perdura en el imaginario francés desde los tiempos de Próspero Merimée (1) a pesar de la proximidad, los intercambios de todo tipo y el roce de los siglos.

En cambio, con las gentes del sur, no he tenido ningún sentimiento encontrado, ningún resquemor de esos que no sabes si son imaginaciones tuyas o percepciones de algo real. Me parecieron muy semejantes a nosotros que, al fin y al cabo, somos gentes de más al sur todavía. Me sentí como en casa.

Nosotros, es decir mi familia y yo, éramos únicos entre todos los asistentes a aquella fiesta. Únicos por ser los únicos españoles y únicos por ser los únicos amigos. El resto eran parientes, hermanos, padres, hijos, abuelos, nietos, tíos y sobrinos, todos originarios de aquel pueblo maravilloso en las montañas del Aveyron (2), pero procedentes de todos los rincones de Francia y algunos, como los resistentes galos de Astérix, de aldeas próximas dedicados a la agricultura y a la ganadería, que no habían sucumbido al encanto de la ciudad.

Pasamos la tarde de un viernes y todo el sábado siguiente con ellos. Cenamos, comimos y volvimos a cenar. Bebimos pastis (3), tomamos paté casero, quesos de roquefort de diversas clases, el pato preparado de diferentes formas, vino español que sorprendió al personal por lo bueno que era, melón de la Galia, champán del de verdad.

Y como acto sagrado de una religión que no acabé de entender, jugamos una liga de petanca (4). Para mí, la petanca es poco más que un juego de playa que se juega con bolas de colores rellenas de agua para que pesen o un deporte de jubilados en el parque. En cambio, en cada villorrio, pueblecito, pueblo o ciudad de esa parte de Francia, en la plaza de al lado de la iglesia hay un “petancódromo” - o como quiera que se llame - en el que juegan desde niños a ancianos.

Al principio intenté escaquearme, pues viendo la profesionalidad de mis posibles oponentes y que a mi no me gusta perder a nada y menos con los franceses, no tenía ni la ilusión ni la motivación por jugar. Pero fue imposible, bien que rebuscaron para apuntar a “les espagnols”.

Avez-vous déjà joué à la pétanque? (5)- me preguntaban - Oui, quelquefois en été sur la plage”(6) – contestaba yo y me miraban con extrañeza.

El caso es que jugamos y jugamos, nos tiramos toda la tarde jugando, una liga para los ganadores de las primeras eliminatorias y una liga de consolación para los perdedores. Las últimas partidas ya en plena noche cerrada.

Y me lo pasé muy bien. Acabé vacilando con los compañeros, comentando las jugadas, fanfarroneando con el primo Thibaut sobre quién ganaría a quién; el tío Albert me decía a la izquierda y yo tiraba a la izquierda, me señalaba con la mano al sitio adónde debía ir mi bola y allí tiraba; el primo Raphaël me daba teóricas entre tiro y tiro sobre la adecuada posición de la mano al dejar caer la bola. Jugaban todos, mujeres, hombres, niños, ancianos y ancianas. Todos formaban parte de la liturgia.

Y este auto sacramental de comidas, fiesta y petanca lo celebran todos los años. Acuden más o menos los mismos a excepción de los espontáneos españoles de este año o los que no pueden acudir por causa mayor. Lo único que cambia es la excusa para la celebración. Este año era el quincuagésimo aniversario de  Marie y de una prima suya, el año que viene será la jubilación de otro primo. Lo que se celebra es una excusa para que un grupo de personas con lazos de parentesco se junte casi en su totalidad, refuerce esos lazos y rememore sus orígenes. Ese grupo de personas es la familia extensa de Marie.

Pero vamos por partes. En la práctica totalidad de las sociedades se puede identificar lo que los sociólogos y antropólogos denominan familia nuclear que consiste en dos adultos que viven juntos en un hogar con los hijos propios o adoptados. En la mayoría de las sociedades agrarias tradicionales la familia nuclear – no como pasa en las sociedades modernas industriales en que son protagonistas absolutas del tejido social - estaba sumergida o difuminada en una red de parentesco más amplia. Además de la pareja casada y sus hijos convivían - o al menos tenían un contacto íntimo y continuo -  con otros parientes. Esta es la familia extensa, que incluye a los abuelos, a los hermanos y las esposas, las hermanas y los esposos, tíos y sobrinos.

Estas familias extensas, antes de la revolución industrial, tenían un interés económico, eran unidades de producción, todos trabajaban el campo compartiendo recursos, como propietarios, como arrendatarios o, simplemente, como jornaleros; y trabajaban desde niños hasta ancianos. A veces incluso la aldea entera estaba formada por familias extensas que formaban un clan (7). Por lo que los lazos de parentesco eran muy importantes y no se deshacían a no ser por los fallecimientos que por otra parte eran muy comunes, sobre todo eran muy altas la mortalidad infantil y la de las mujeres.

Uno de los fenómenos más importantes que surgieron de la revolución industrial fue la emigración del campo a la ciudad. La ciudad con sus reclamos de mayor prosperidad absorbieron los excedentes de mano de obra del campo producidos por la mejora de las técnicas agrícolas. La emigración a las ciudades respetó la estructura de la familia nuclear – más pequeña, flexible y adaptada a la nueva situación - pero no a la familia extensa que se desperdigó por los distintos focos industriales. Por ejemplo, la familia extensa de mi madre se repartió por la geografía española, sobre todo en Madrid, y sólo una minoría – más ligada a labores artesanales que agrarias – permaneció en el pueblo.

La familia extensa sigue existiendo, los lazos de parentesco se siguen manteniendo por que no es fácil sacarlos de nuestra cultura que durante muchos siglos fue agraria, pero está diseminada. Por eso se organizan este tipo de festejos. Son vueltas al pasado, al refuerzo de los lazos, a saber como le va a gentes con las que te une relación atávica, son gratificantes porque nos devuelven a los aspectos más agradables de la vida sencilla del pasado.

Intuyo que el poder de convocatoria de este tipo de festejos está en función, entre otras características, del tiempo que hace que los parientes emigraron a la ciudad y se diseminaron por el mundo. Supongo que también depende de la distancia. Es más difícil los reencuentros con los que emigraron a América.

Yo también tengo primos, no mantengo mucha relación con ellos, últimamente – me da un poco de vergüenza reconocerlo - sólo los veo en los entierros. Desde luego no los veo en fiestas en el pueblo de donde provenimos. Desde los tiempos de mi niñez no recuerdo grandes convocatorias familiares, eran los tiempos de las bodas de los primos de mis padres o de los bautizos y las comuniones de mis primos. Sospecho que algo tiene que ver con que mi familia empezó a emigrar del campo a la ciudad hace cuatro generaciones, más o menos cien años atrás y aunque partes de la familia son de emigración más reciente, yo no tengo – y mucho menos mis hijos – vínculos fuertes con el lugar de origen de mis ancestros.

En cambio la familia extensa de mi mujer es de emigración más reciente. Sólo que la emigración ha sido completa, no queda nadie en el pueblo, todos se han ido a la ciudad. Ciudades de distinto tamaño, más o menos lejos, pero nadie vive en el lugar de origen común. Eso sí, todos los años nos reunimos para una comilona, muchos menos que en la fiesta de nuestros amigos franceses. Sin pastis pero con vino de Toro, sin pato pero con cordero o cochinillo, sin melón de la Galia pero con sandía murciana, sin champán pero con cava, sin el entorno insultantemente verde del Midi-Pyrénées (8) sino con fuerte y orgulloso paisaje ocre de Castilla.

Y por último, en este continuo de familias extensas que estamos analizando, estaría el caso más integrador de nuestros amigos franceses. Ignoro desde cuando se han ido produciendo las distintas emigraciones en esa familia pero si pude apreciar que un grupo importante de ellos ha permanecido en la zona atendiendo a sus granjas. Esto tiene que ver con que en Francia la agricultura es muy importante, los campesinos franceses nunca perdieron su orgullo, no parecen afectados por ese pesimismo pesado – esa resignación de los pueblos que han sido castigados cada vez que miraban con desafío -  que percibo en el agro español,  y me da a la nariz que su Administración ha defendido más sus intereses y si no ahí está la lucha de los sucesivos gobiernos franceses en la Política Agraria Común en Bruselas.

Además, otra característica que refuerza al agro francés es que se intuye un recambio generacional. Los pueblos de la zona no están vacíos de jóvenes, curiosamente a simple vista se puede apreciar, junto con las personas de edad típicos granjeros, personas más jóvenes, algunos de ellos con alegres y multicolores vestimentas, al estilo hippie, empeñadas en la conservación del entorno, en la agricultura biológica y en el turismo rural. Y estas personas tienen a su vez hijos pequeños que requieren de servicios típicos de la infancia. No parece que el campo francés, al menos en esta región del sur, esté despoblándose.

Lo cierto es que la combinación de emigración reciente y de agricultura viva, hace que los lazos familiares sean más fuertes, que tengan el poder de convocatoria para reunir a alrededor de setenta personas todos los años, fiestas organizadas con excusas que no son la razón última de la reunión y de contagiar a una familia nuclear española al menos una vez. Para comer, beber y jugar a la petanca.



Juan Carlos Barajas Martínez
Sociólogo


A Marie y su familia, un pedacito de Francia en nuestro corazón.


Notas:

(1)   Próspero Merimée fue un escritor francés autor de “Carmen”
(2)   Aveyron es un departamento francés de la región de Midi-Pyrénées
(3)   Pastis es una bebida alcohólica francesa de anís que se mezcla con agua muy parecido a lo que en España se ha llamado siempre una “palomita
(4)   La petanca es un juego en el que la meta es lanzar bolas metálicas tan cerca como sea posible de una pequeña bola de madera, llamada boliche, lanzada anteriormente por un jugador, con ambos pies en el suelo.
(5)   ¿Ha jugado alguna vez a la petanca?
(6)   Si alguna vez en verano en la playa
(7)   Según el diccionario de la Real Academia un clan es un grupo predominantemente familiar unido por fuertes vínculos y con tendencia exclusivista. Para la antropología social es un grupo de gente unida por lazos de parentesco y ascendencia, vinculado por la percepción de ser descendientes de un ancestro común.
(8)   Midi-Pyrénées es una región del sur de Francia



Bibliografía:

Antropología
Una exploración de la diversidad humana
Conrad Philip Kottak
Mc Graw-Hill
Madrid 1999

Sociología
John J. Mancionis y Ken Plummer
Prentice-Hall
Madrid 2005

Sociología
Anthony Giddens
Alianza Editorial
Alianza Universidad Textos
Madrid 2000


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